lunes, 27 de octubre de 2008




El Arjé de Alejandría

“El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo”.

-Gabriel García Márquez, en “Cien años de soledad”-

Así como indeterminado es el momento del siglo III o del IV en el que quizá fue destruida la biblioteca de Alejandría, lo es la conjetura de que en los extensos contenidos de su gran bitácora lumínica, se perdió para siempre ahogado en fatídicos rescoldos, la esencia de un Arjé del que nos sentimos insondablemente menesterosos.

Se dice de la biblioteca de Alejandría que fue obra de la Dinastía Ptolemaica la cual gobernó Egipto durante el periodo helenístico, -se atribuye a Ptolomeo I Sóter su creación- Me ha parecido un tanto fabulada la circunstancia de su pérdida no obstante que haya estado situada en la gran Alejandría de aquella época, Emporium de intelectuales de la antigüedad; se considera no solamente un hecho misterioso su destrucción sino una de las mayores desgracias ocurridas para la civilización occidental.

Al gitano Melquiades -concebido por García Márquez en Cien años de soledad- me lo supongo venido desde esta biblioteca a la sinuosidad de Macondo llevándole imaginaciones a los Buendía, entelequias escarbadas de algún rincón de Serapis, digamos por ejemplo: los imanes, el catalejo, la lupa que era el último descubrimiento de los judíos de Ámsterdam la que a José Arcadio Buendía le hizo figurarse un arma de guerra con cuyos efectos podría encender en llamas a la tropa enemiga. Que bellas las imaginaciones de Gabo, ¿cómo no habría de ser un Nobel?

Pero siendo que haya sido o no culpa del Califa Omar o de los Emperadores Aureliano o Diocleciano, o Teodosio el Grande el siniestro contra la rinconera de epítomes del más granado y excelso conocimiento acumulado en la era de la Dinastía Lágida, es para distintos historiadores sujeto de sospechas que en torno al suceso se haya deliberadamente creado una leyenda retrospectiva.

De lo que no puede haber duda es que en sus recintos vivieron famosos de todas las formas posibles del conocimiento: los gramáticos alejandrinos que fijaron las leyes de la retórica y la gramática, los geógrafos que trazaron mapas del orbe y los filósofos cuyo conjunto instituyó una tendencia de modalidad religiosa.

Entre los sabios de entonces, circulan espectrales en mi ilusión abstracta los geómetras Arquímedes y Euclides, Hiparco y sus ideas sobre el carácter geocéntrico del universo y la naturaleza vital de las estrellas que en lento o vertiginoso desplazamiento en las centurias al final también como nosotros mueren, Aristarco que opuesto a lo geocéntrico pensaba que la tierra y los planetas se movían alrededor del sol. De estas conjeturas del Helios de repente se concibieron otras suposiciones tan policéntricas como la globalización o lo del “destino manifiesto” que por antojo de una concesión divina los yanquis se dieron a creer la potestad de invadir el continente americano en el nombre de la libertad y un autogobierno que no le permiten a nadie.

Según semejantes justificaciones imperialistas un gran sabio como Eratóstenes y su geografía perfecta habrían creado un anatema en la formulación de un mapa en la que mostró todo el mundo hasta entonces conocido pero… en la que haría falta ocurrir la posibilidad de medir la circunferencia del globo con el compás de los estadounidenses para no acusarle errores a la obra.

La esencia de un arjé del que nos sentimos insondablemente menesterosos nos hace falta en este siglo XXI para trascender de lo paupérrimo a lo siquiera humanamente decente en nuestras maneras de convivencia social.

Hace falta volver hacia aquellos viejos y probados principios que no son propiedad del Estado ni de personas ni cofradías egocéntricas sino patrimonio de toda la humanidad para conseguir una aproximación a lo justo.

A nuestros patriarcas, nuestros políticos, nuestros hombres emblemáticos, nobles y comunes se les ha extraviado el cuadrante de la sensatez.

Vamos como sepultando conclusiones como las de Herófilo que desde la antigüedad sentenció que la inteligencia está en el cerebro y no en el corazón y henos aquí detenidos en el lumpen ajenos al orden civilizado.

Es por eso que cuestiones tan elementales como democracia, soberanía, derechos humanos, constitucionalidad, autonomía, le incomodan y suenan mal a la gente privilegiada, tal como en “El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias le suena la palabra ¡Madre! al Pelele que convertido en una fuerza ciega le quita la vida a dentelladas al coronel José Parrales Sonriente.
Maravilloso también Asturias en sus imaginadas analogías de nuestra realidad. Me cabe en una singular reflexión entre la incertidumbre inmanente de Homo Sapiens y mi búsqueda incesante de significados la conclusión que desde el principio u origen de todas las cosas nos es posible únicamente percibir aproximaciones a lo cierto.

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